domingo, 17 de enero de 2016

Carolinas en vinagre

Recuerdo la fascinación que sentía por las carolinas cuando era niño. Allí se erigían ellas, voluptuosas, en los escaparates de las pastelerías de aquel Bilbao ochentero, tan fascinante también.

Mi señora madre, que siempre ha sido mujer prudente, dosificaba mi gula con mano de hierro y, si bien de vez en cuando me alegraba la tarde con un bollo de mantequilla, me vetaba sistemáticamente la ansiada carolina. Y es que, al contrario que el sobrio y recatado bollo de mantequilla, que se ofrece sumiso y tumbado al consumidor, la carolina se alza respingona, descarada y provocativa. Tiene algo de pecaminoso el pastelito de marras. Aunque sospecho que mi madre no me lo negaba por eso, sino, en primer lugar, porque me iba a poner hecho un cristo con semejante plasta de merengazo y en segundo, porque no le gustaban a ella.

Sigo sintiendo fascinación por este bibainísimo pastel, que a decir verdad, no me gusta demasiado, lo cual no es obstáculo para que siga degustándolo de vez en cuando, siempre esperando descubrir esa sensación mágica que esperaba de él cuando era niño. Nunca funciona. Pero sigo probando.

Empiezo así, azucarado, esta aventurilla como escribiente. Pero vendrá vinagre, que el vinagre conserva y hace guiñar el ojo, que es gesto de complicidad.

4 comentarios: