martes, 5 de julio de 2016

El tortazo

El tortazo restalló como la tralla de un látigo, aunque a Demóstenes Lupin el sonido que acababa de salir de su mano abierta le recordó más a un disparo de pistola del calibre .22 LR. Conocía bien el tono de voz de esos juguetes. Un ruido seco, corto y agudo, como el de un petardo pequeño.

La detonación a la puerta de aquel antro de Barrenkale sobresaltó a la clientela que fumaba y bebía en la calle a pesar de la lluvia. Se giraron de golpe, justo a tiempo para ver al imbécil del Txapi tropezarse con sus propios pies y desplomarse de espaldas en un charco. Se incorporó un poco al sentir el frío del agua en la espalda, quedándose sentado y atónito frente a Demóstenes, que lo miraba con una media sonrisa y los ojos incendiados. Ojos de psicópata. Daba miedo. Miedo de verdad.

A Almu, la camarera, que salía en ese momento de la barra, sobresaltada y encendiéndose un canuto más grande que ella, le llamó la atención que después de la hostia, Demóstenes se había llevado las manos a la espalda, quedándose aparentemente indefenso ante la previsible respuesta del imbécil del Txapi, que trataba en vano de reincorporarse del charco. Pero no era lo que parecía. Almu se percató de la maniobra. No era la primera vez que se la veía hacer. Con las manos a la altura del culo se estaba quitando el anillo de acero inoxidable de la mano izquierda y se lo estaba poniendo en el anular de la derecha, junto a otro igual que siempre lucía en el dedo medio. La jugada se completaba sacando el mechero Clipper del bolsillo trasero del pantalón y apretándolo con fuerza en la mano doblemente anillada. El cabrón acababa de convertir su puño en un martillo, dispuesto a rematar al imbécil del Txapi.

Almu se le acercó por detrás y le tocó las manos con suavidad, casi con ternura, que en realidad era prudencia.

-Demóstenes -le susurró-, ni se te ocurra. Aquí no.
-Es que ya se me ha ocurrido -respondió Demóstenes, lacónico, dejando entrever los dientes, lo que acentuó su ya inquietante sonrisa lobuna.

El imbécil del Txapi consiguió ponerse en pie trastabillando y con los ojos más abiertos aún que antes del tortazo, por el habitual puestón de speed que llevaba. Almu le miró fijamente y le hizo un gesto con la cabeza que significaba que se largara de allí. El Txapi, que era un imbécil pero no era tonto del todo y además no tenía ni media hostia, lo pilló al vuelo y desapareció entre la gente, desconcertado y con el sopapo puesto.

-Joder Demóstenes, lo he visto todo desde la barra, ni siquiera te ha hablado, sólo se te ha acercado y ¡plas! hostiazo. ¿Se puede saber qué te ha hecho? -espetó la camarera.
-Tú lo has dicho. Se me ha acercado. Ya sabe que no puede hacerlo. Le hacía falta un recordatorio.
-La madre que te parió... -respondió Almu resoplando.

La cosa venía de cinco años atrás, cuando el imbécil del Txapi le sacó cincuenta euros a Demóstenes contándole una película de vaqueros que -como tenía buen día- Lupin se quiso tragar. El billete nunca volvió y Demóstenes -que no sentía un especial apego por el dinero, pero no soportaba que le tomaran el pelo y menos un imbécil como el Txapi- fue acumulando rencor en cantidades industriales, cosa que se le daba demasiado bien.

Apuró la cerveza de un trago y se despidió de Almu.
-Agur guapa, me piro, te pido disculpas, aunque no lo siento en absoluto.
-Ya lo sé, cabrón. Anda, lárgate y a ver si te relajas, que no sé qué hostias te pasa últimamente.
-Yo tampoco. Cuando lo sepa, te lo cuento -mintió Demóstenes.

Vaya si lo sabía. Le habían vuelto a romper el corazón, o mejor dicho, se lo había vuelto a romper él sólo tratando de meterlo en un lugar en el que ya sabía de antemano que no cabía.

A sus cuarenta y pocos tacos -ya ves tú- se había enamorado como un quinceañero de Xulia, una veinteañera gallega, escultora, que derrochaba talento, simpatía, inteligencia, sarcasmo, humor negro y belleza a partes iguales. Para Demóstenes, esa combinación en una sola persona era más valiosa que la fórmula de la Coca-Cola. Así que saltó al vacío. Sin red.

No había percibido ningún gesto por parte de Xulia que le diera a entender que tuviera alguna opción, pero tenía que salir de dudas, así que, un día que se quedó a solas con ella tomando una cerveza, se lo soltó. Total, ¿qué es lo peor que podría pasar? ¿que le dijera que no? pues no. Había algo peor, que le dijera que no y a la vez le diera un ataque de risa, que es exactamente lo que pasó.

-Xulia, no quisiera ponerte en una situación incómoda, pero tengo que decirte que te me has clavado en la cabeza y no consigo sacarte ni con una barra de uña. Doy por hecho que tú pasas de mí en moto, así que, por favor, dímelo en voz alta para que pueda tirar para adelante -balbuceó Demóstenes con fatalismo, trabándosele la lengua un par de veces, cosa que no había pasado en los ensayos delante del espejo de su casa.
-¡No me jodas! -vociferó Xulia con los ojos como platos y gesto divertido- ¡pero Demóstenes! ¿se te va la olla o qué? -añadió, apostillando la pregunta con una carcajada que taladró los oídos y el alma del tembloroso Lupin.
-Bueno... esto... verás... es que... eeemm... yo... bueno...
-A ver, que eres muy majo, me caes muy bien y hasta eres un tipo bastante atractivo para tu edad, pero ¡no me jodas! ¡que podrías ser mi padre! -otra risotada apuñaló al ya malherido Demóstenes en la boca del estómago.

Era cierto. Podría ser su padre. Habría tenido que serlo con 18 años, pero sí, las cuentas salían.
Habría bastado un "eres muy majo pero...", pero no. Xulia se rió. Mucho. Quizás fue una reacción nerviosa, pero es lo que hizo. Reirse como una hiena enloquecida ante un viejo búfalo herido que se desangraba a borbotones.

Demóstenes estaba preparado para encajar un "no" con deportividad, brindar con elegancia y quedar como los amigos que ya eran antes del salto a la piscina vacía. Contaba incluso con la lejana y exigua posibilidad de recibir un "sí", pero en ningún caso esperaba aquello. Se sintió patético, ridículo, estúpido, insignificante.

A pesar de todo, Xulia le seguía pareciendo la mujer más talentosa, simpática, inteligente, sarcástica y hermosa del mundo. Y aunque esta vez su humor negro no le hubiera hecho tanta gracia como otras, no le guardaba ni un ápice de rencor. Al fin y al cabo, se había metido él sólo en ese fregao.

Ahí estaba él, con todo su porte de tipo duro hecho añicos. Humillado y con el corazón desgarrado. Hecho una puta mierda como la torre de Iberdrola de grande. Condenado a una vida de lobo solitario que le traía por la calle de la amargura.

Los lobos solitarios son huraños, huidizos y despiadados. Son animales oportunistas y peligrosos. Pero no lo son por placer. Es su mecanismo de defensa al verse apartados de la manada, al ser privados de los vínculos sociales y afectivos que sus instintos les reclaman. Son animales que sufren. Y del dolor nace la ira. Y es mejor no molestarlos, ni mucho menos acorralarlos o herirlos, porque si quieren, te pueden arrancar la garganta de una sola dentellada.

A Demóstenes le dolía el alma por no poder cubrir lo que para él era una necesidad básica, vital: dar y recibir afecto. Ese dolor, esa carencia, le corroía las tripas y alimentaba al monstruo lleno de ira y odio que llevaba dentro.

Se había quedado bastante satisfecho con el tortazo que le había administrado al imbécil del Txapi, así que se fue a casa con su media sonrisa. Se zafó con cortesía de tres prostitutas africanas que trataron de meterle en un portal a tirones mientras se reían a carcajadas y le piropeaban con dudosa sinceridad. Subió los cinco pisos sin ascensor de su guarida y se plantó delante del espejo del baño que había usado para los ensayos del desastroso "Affaire Xulia".

Apoyó las manos en el lavabo y se miró fijamente a los ojos. Observó con normalidad que ya no eran los suyos. Eran oblicuos, de color ámbar brillante. Un viejo lobo ibérico con la cara surcada de cicatrices le miraba con complicidad desde el otro lado del cristal. Comprobó con satisfacción el buen estado de su afilada dentadura y se fue a dormir. Se hizo un ovillo en el suelo del dormitorio.

La tenue luz del reloj-despertador hacía brillar un colmillo y un ojo ambarino entreabierto. Demóstenes estaba soñando con víctimas más apetecibles que el imbécil del Txapi. Y esta vez, un simple tortazo no iba a ser suficiente para saciarlo.

Se relamió pensando en el sabor de la sangre, que de un modo tan poético como macabro, sabe a hierro.

1 comentario:

  1. He terminado de leer todo el blog. Las últimas dos entradas con las cosas de Demóstenes Lupin me han gustado mucho. Como veo que esta última es de hace más de un año, no puedo evitar animarte a continuar escribiendo otros sucedidos de este interesante personaje o tus sugerentes reflexiones. Estaré encantado de leerte.
    Hasta la próxima. Saludos cordiales.

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