martes, 12 de abril de 2016

La mala sangre

Aquel día, Demóstenes Lupin sufrió un ataque de filantropía. No le solía pasar muy a menudo, por lo que se sintió raro. Le invadió una extraña sensación de bienestar. Notaba cómo una sonrisa bobalicona le tensaba la cara y un dolorcillo le oprimía en ese punto carnoso que está justo encima de la campanilla -seguro que ese punto tiene un nombre. Algo parecido a lo que se siente cuando uno se enamora como un imbécil. Aquel día, tenía sus motivos para sentirse así.

En los últimos tiempos, la vida se había dedicado a darle alguna que otra patada en el culo, y él -que no era demasiado buen encajador y sí bastante agonías- cuando le venían mal dadas, tendía al avinagramiento y el encabrone.

Había pasado casi dos años centrifugando en un remolino de excesos de todo tipo. Se había convertido en cliente VIP de los más oscuros, sórdidos e infectos antros de Bilbao, donde encontraba sin problemas todo aquello que andaba buscando: refugios donde evitar la Ley Antitabaco, alcohol a raudales, drogas variadas, mucho rock 'n' roll y sexo sin compromiso con otros desechos humanos como él. De vez en cuando, unos buenos puñetazos en la cara de algún imprudente -que no sabía con qué clase de alimaña se jugaba los cuartos-, terminaban de cubrir las necesidades vitales básicas de Demóstenes. Comer y dormir eran caprichos accesorios y prescindibles. El speed se ocupaba de ello.

Pero llegó aquél miércoles. La noche del martes se había complicado y el miércoles saludó a Demóstenes con una resaca de alcohol y anfetamina digna del Libro Guinness de los récords. Un clavo de los de "Aupa el Erandio" -que se dice en el Botxo.

Los lóbulos temporales le palpitaban dolorosamente como si algo vivo quisiera escapar de allí dentro. El esófago le quemaba como un tubo de escape -a lo mismo le sabía la boca- y sentía una presión en el pecho adecuada al consumo compulsivo de 4 paquetes de tabaco negro en una sola noche. Los moratones en las costillas y el ojo izquierdo no tenían nada que ver con la resaca. Aquella noche fue él el imprudente al pasarse de gallo con el tipejo inadecuado.

-Esto se te está yendo de las manos -le dijo Demóstenes con pesadumbre al zombi del espejo del baño-, como sigas con este ritmo te vas a matar, imbécil. Va siendo hora de hacerte unos análisis. Después de cinco años desde los últimos te vas a enterar de lo que vale un peine -el zombi le miró con tristeza, resopló, tosió como si fuera a echar los intestinos por la boca y escupió en el lavabo algo que sólo un zombi podría escupir.

Unos días después, Lupin fue a recoger los resultados de los análisis. Se sentía como el reo que va a escuchar su sentencia en la Audiencia Nacional, es decir, con la seguridad de que le van a meter un paquete que le va a destrozar la vida para los restos. Sea culpable o no. Y él, lo era.

El juez, que vestía una toga blanca de Osakidetza, fue pasando los folios de la sentencia en silencio y con gesto grave, hasta que miró a Lupin por encima de las gafas y falló: "Estás perfecto, Demóstenes. Hígado, colesterol, sífilis, hepatitis... ¡nada! todo de maravilla. Se nota que eres deportista. Sigue haciendo la vida que hayas estado llevando hasta ahora."

El shock fue tal que a Demóstenes hasta se le olvidó descojonarse de la risa con lo del "deportista" y lo de "seguir con la misma vida". Aquello no podía ser cierto, pero lo era. El reo era más culpable que Felipe González, pero como a este, le iban a salir gratis sus delitos. La diosa Fortuna le estaba regalando una segunda oportunidad. Y estaba dispuesto a aprovecharla.

Allí iba él, el nuevo Demóstenes Lupin, con su sonrisa bobalicona alumbrando toda la avenida y su sentencia exculpatoria en el bolsillo interior de la chupa, al lado del corazón. El sol brillaba en Bilbao, lo cual tampoco era demasiado habitual y redondeaba la feliz escena. Caminaba por la Gran Vía sintiendo hasta simpatía por aquellos encorbatados relamidos de hueso largo con los que se cruzaba, algo insólito en él. Llegó a la Plaza Circular, y allí, se fijó en un detalle que había ignorado hasta aquel día: el autobús de los donantes de sangre.

-¿Por qué no? -se dijo, subiendo por la escalerilla con decisión.
-¡Vengo a donar sangre! -le dijo al simpático tipo que recibía a los donantes.
-Muy bien -le contesto el simpático-, léete antes este cuestionario de autoexclusión, por favor.

Ahí el tipo empezó a caerle menos simpático. Tenía prisa por hacer el bien, así que se leyó el cuestionario en diagonal. Pero el segundo punto le hizo detenerse: "¿Has tenido relaciones sexuales con alguien que no sea tu pareja habitual en los últimos cuatro meses?". Si la respuesta era "sí", quedaba "autoexcluido".

El nuevo Demóstenes trató en vano de explicarle al simpático que no tenía pareja, pero tenía una vida sexual más o menos animada, que siempre tomaba precauciones y que tenía unos análisis que demostraban que estaba tan limpio como la conciencia de Michele Angiolillo. De nada sirvió.

-Ya se que esto no es cosa tuya, así que no vamos a discutir -le dijo al ya no tan simpático-, pero, ¿te puedo hacer unas preguntas?
- Claro, adelante, si te puedo ayudar...
-Veamos, ¿pero... es que no analizáis la sangre? ¿y si soy un psicópata con la peste bubónica y no digo nada? ¿se la enchufáis al primero que pase por el quirófano? ¿y si tengo pareja estable pero me pone los cuernos sin yo saberlo? porque eso no se suele comentar en el sofá con la mantita viendo una serie... ¿y esa señora que está donando ahí, qué? ¿como sabes que su marido no es un putero militante y desaforado? ¿porque le prometió fidelidad eterna en el altar, quizás? No me jodas hombre, ¿me estás diciendo que el principal sistema de control de las donaciones de sangre es "La Palabra"? ¿"Palabra de Vasco"? porque deberías saber que eso no existe, que aquí nos lleva gobernando el PNV toda la puta vida y ya sabemos de qué va eso...

El pobre recepcionista aguantó el chaparrón de Demóstenes con resignacion. Su respuesta consistió en adelantar el labio inferior, levantar las cejas y encogerse de hombros. Solo le faltó acompañar el gesto con una pedorreta.

Demóstenes Lupin bajó la escalerilla del autobús con toda su sangre, pero sin la sonrisa con la que la había subido. Se sintió discriminado por primera vez en su vida. Creía que a él, un varón, blanco y heterosexual no le podían pasar esas cosas. Pero sí. Comprobó que para el Servicio Vasco de Salud, alguien que no tiene una pareja estable -como Dios manda-, pero disfruta de su sexualidad de una manera libre, adulta, consensuada y segura, es una persona sospechosa, sucia y peligrosa. No es de fiar y por tanto, merece ser discriminada. Su sangre debe ser declarada impura y rechazada "por si acaso".

Demóstenes Lupin se prometió a sí mismo que no iría a donar sangre jamás, a no ser que hubiera alguna catástrofe ferroviaria, un terremoto o un atentado de los gordos. Supuso que en una de esas tesituras nadie le humillaría con la repugnante pregunta número 2.

De todas formas, llegó a la conclusión de que con el sucedido del autobús se había hecho muy mala sangre, así que, así las cosas, para qué donarla. Ahora sí que podría envenenar a alguien.