jueves, 28 de enero de 2016

Hombres de hierro (o no tanto)

Cuando te pasas media vida trabajando en el sector del metal de Bizkaia te toca verlas de todos los colores. Es un sector duro, deshumanizado y terriblemente embrutecedor.

El último agujero por el que pasé antes de mi -espero definitiva- deserción del hierro, fue una mugrienta fabricucha de la Margen Izquierda de cuyo nombre no quiero acordarme, aunque ya lo creo que me acuerdo.

Allí, entre hornos de fundición, trenes de laminación y máquinas de mecanizado por arranque de viruta, vivía una fauna humana digna de estudio, de la que yo, por razones alimenticias formaba parte. Una fauna que haría tambalearse el obrerismo y la conciencia de clase del sindicalista revolucionario más convencido.

La rutina de casi toda la plantilla consistía en trabajar doce horas diarias de lunes a viernes y ocho más los sábados. Esto les dejaba poco tiempo para lo que yo considero "vida real", pero inflaba sus nóminas de manera desmesurada con tanta hora extra, lo cual por lo visto les compensaba.

Había un poco de todo; el joven peón de fundición que alardeaba de tener un piso en lo mejorcito de Santurtzi, pero soportaba una hipoteca de 1.600 € mensuales; los viejos alcohólicos que mitigaban la sed que les provocaba el metal líquido con vinacho de tetrabrik; el treintañero que tenía un coche, pidió un crédito de 30.000 € para tunearlo, lo estampó y estaba metiendo horas para pagar algo que yacía en el desguace; el pobre hombre que manifestaba con garrulería que "para estar con su mujer y sus hijas perdiendo el tiempo, mejor estaba allí ganando dinero"; o el encargado, testigo de Jehová y demente -valga el pleonasmo-, que estaba vivo solamente porque el Código Penal es bastante disuasorio cuando uno quiere resolver ciertas cuestiones por la calle de en medio.

El nivel de embrutecimiento de aquel ganado era de récord Guinness y las conversaciones de vestuario, de enmarcar, siendo el machismo, la homofobia y el racismo más garrulo los ingredientes básicos de cualquiera de ellas.

Sonaba la sirena, íbamos a lavarnos y empezaba el "festival del humor". Los de la fundición bajaban negros como mineros de Mieres, se metian en la ducha y empezaban con sus bromas genitales:

- ¡Ven pacá maricón, que te voy petar el culo pero bien!
- ¡Las ganas que tú tienes, bujarra de mierda! ¡A mi por ahí ni el bigote de una gamba!
- ¡No te hagas de rogar, gallego, mariconazo, que por cincuenta euros me pones el culo fijo!

Todos los días la misma historia. No se cansaban de la chorrada. Hasta que un día, de pronto, desde el fondo del vestuario, entre los treinta y tantos que les reían por enésima vez la gracia, alguien levantó la voz:

- ¡Oye tu! Yo por cincuenta euros sí que te dejo que me des por el culo.

Se hizo un tenso silencio. Sólo se oía el ruido del agua que escupían las duchas. Nos giramos todos estupefactos y allí estaba, serio, muy tieso, en calzoncillos y con los brazos en jarras, Mariano.

Mariano era un tipo de cincuenta y bastantes años, pequeño y seco, todo nervio. Tenía el pelo negro, lacio y grasiento, y un bigote de bandido mexicano que le daba un aire aún mas amenazante a su ya de por sí inquietante cara, enjuta, afilada y con ojillos de loco.

- ¿Pero qué dices, Mariano?
- Lo que has oído. Dame los cincuenta euros y al lío.
- ¿Pero tú te das cuenta de lo que estás diciendo?
- Claro que si. Te he visto en la ducha y tienes pinta de hacer poco daño, así que me parece buen negocio. ¡Venga esos cincuenta euros!

La tensión se rompió en ese momento con una "casi" unánime carcajada. El "sodomizador" no se reía. Algunos empezaron entonces a defender la posición de Mariano, que miraba desafiante al humillado y flácido taladro humano. Ahí fue cuando me largué. Nunca supe si acabaron cerrando el trato o no. Sólo sé que desde aquel día, la cansina bromita de marras no se volvió a repetir.

domingo, 24 de enero de 2016

Comer mal entre vascos

En el año 93, cuando ETA secuestró al industrial Julio Iglesias Zamora, la sociedad vasca vivió una situación de tensión inédita hasta el momento. Los unos sacaron la famosa campaña del "lazo azul" exigiendo su liberación y los otros no se lo tomaron nada bien. Así que corrió la tinta, los improperios y algún sopapo que otro. Yo nunca había visto a la gente tan enfrentada y dividida por estos lares. No fue agradable.

La cosa es que finalmente, tras una buena temporada en el zulo y previo pago, ETA liberó a Iglesias. La rueda de prensa después de la liberación dio -en mi opinión- uno de los momentazos más apoteósicos y cachondos de la historia vasca reciente. Iglesias estaba sentado tras una mesa atestada de micrófonos contando la dura experiencia por la que acababa de pasar y en frente, los periodistas no paraban de pedirle que describiera con todo detalle las partes más jugosas de su cautiverio; cuánto medía el zulo, qué hizo para no volverse loco, si hablaba o no con sus captores, dónde hacía sus necesidades... etc.

Iglesias, como es lógico, había sido ajeno a las movilizaciones que pedían su libertad y al duro enfrentamiento civil que se había vivido en las calles. Después de relatar un sinfín de penurias, un periodista le preguntó sobre su dieta durante el tiempo que duró el secuestro, supongo que esperando sacar otro titular sensacionalista más de aquel asunto. Pero entonces, Julio Iglesias Zamora -que había mantenido un gesto serio y grave hasta el momento- alzó la cabeza, mostró una enorme sonrisa y soltó: "Hombreee... ¿comer mal entre vascos? ¡eso sí que habría sido un crimen!", provocando el descojono general en la sala.

Eran otros tiempos. En Bilbao aún no teníamos el Guggenheim y no sabíamos ni cómo se pronunciaba la palabra "turista". No teníamos ni idea de la que se nos venía encima.

Llegaron los turistas y con ellos, nuevas formas de hacer en hostelería. Nuevas y peores.

Se ha extendido como una metástasis la cultura hostelera del atajo. Atajos en materia prima, en elaboraciones y por supuesto, en condiciones laborales para las personas que trabajan en el sector. Y salvo algunas honrosas excepciones -no demasiadas- ante las que me quito la txapela y me cuadro con un taconazo a la prusiana, los demás han sacado la corneta y están tocando a saqueo.

Están por un lado los que se dedican a hacer una cocina tradicional vasca impostora, con producto mediocre y preparaciones apresuradas, dando como resultado unas bazofias infumables que deberían estar tipificadas como delito: bacalao que no es bacalao, aceites refinados, salsa bizkaina a base de tomate, pescados de piscifactoría, chuletones de ganado demasiado joven y sin el necesario tiempo de maduración en cámara, txipirones en aguachirris de color negro, verduras de plástico y un largo y lamentable etcétera. Y no nos olvidemos de los famosos pintxos, hechos con productos de saldo y vendidos a precio de farlopa.

Por otro lado tenemos a los "artistas", especializados en presentaciones tan innovadoras como vacías de contenido y calidad gastronómica. Y es que, igual que por cada Fernando Fernán Gómez salen tropecientos Jorges Sanzes o por cada David Bowie hay que soportar a varios regimientos de Leivas, por cada Arzak, hay una legión de pinchaúvas con pretensiones dispuestos a arruinarnos el día.

Nos quedan las honrosas excepciones que apuntaba antes, que junto a los txokos y las casas particulares, por ahora persisten con heroismo en su lucha contra el crimen.

jueves, 21 de enero de 2016

Temerás al Dios del prójimo

"Dios es el amigo invisible que el ser humano creó en su infancia histórica" y " la mitología es una religión que ya no se practica" son dos frases que no son mías y que lamento no recordar de dónde las he sacado, pero creo que resumen a la perfección el fenómeno religioso.

Soy un ateo católico, ya que es esta la fe que me tocó mamar desde la cuna. Como dice un amigo mío, "soy ateo del Dios verdadero, que serlo de un falso ídolo no tiene ningún mérito". Pero a pesar de mi ateísmo furibundo, mi educación en la fe católica y mi interés por la misma me permite entender muchas cosas interesantes del arte, la Historia y la cultura. Soy, de hecho, un gran visitador de iglesias cuando puedo viajar algo por ahí. Pero a la religión le pasa un poco como a la magia, que cuanto más sabes de ella, con más facilidad le pillas el truco.

La inexistencia de Dios es perfectamente demostrable desde el estudio atento y crítico de las Sagradas Escrituras. La ecuación es muy sencilla: sólo sabemos de la existencia de Dios por medio de la Biblia, que según dicen, está escrita por manos humanas guiadas directamente por Dios. La Biblia está plagada de errores, contradicciones y disparates científicos. Dios, es perfecto e infalible, es decir, no se puede equivocar. Luego Dios no ha podido tener nada que ver con la escritura de la Biblia. Y ahora volvemos al principio: si sólo sabemos de la existencia de Dios por lo que cuenta de Él  un libro que objetivamente es un fraude, Dios no existe. Sanseacabó.
(Lectura recomendada: "La religión al alcance de todos" de R. H. Ibarreta)

Y que nadie haga trampas. La carga de la prueba la tiene quien afirma la existencia de algo, no quien la niega. Esto vale igual para Dios o para los unicornios voladores de color rosa.

Pero esto no va de demostrar la inexistencia de Dios, que es tan facilón como zumbarse a Odín, a Zeus o a Quetzalcóatl. Esto va de la pretendida obligación social de respetar las creencias religiosas del prójimo.

Está socialmente aceptado que cualquier persona pueda ser públicamente criticada, zarandeada e incluso humillada por su ideología política, gusto estético, afición deportiva o inclinación musical -por decir sólo cuatro cosas- pero en cambio, la cuestión religiosa es intocable. Nadie puede salir en un medio público diciendo que los cristianos, musulmanes o judíos son una recua de cretinos, porque creen en un hombre del espacio imaginario con superpoderes, que nos vigila hasta en el retrete y al que debemos obediencia ciega. No se puede decir que quien adora a una muñeca de escayola porque cree que tiene poderes mágicos o se pasea encapuchado y descalzo con un pelele hiperrealista ensangrentado y clavado a unos tablones es un solemne imbécil. Hay que respetarlo.

Sin embargo, si la misma persona sale vestida de drag queen en un desfile, si dice que cree en la socialización de los medios de producción, en la independencia de la Alpujarra o en la supremacía de los bosquimanos, que se prepare, que va a llover.

Y a mi me parece que todo, absolutamente todo debería ser discutible, criticable y por qué no, zarandeable. Y quien no esté dispuesto a aguantar que nadie ponga en cuestión su melonada particular, ya sabe, que no haga ostentación pública de ella. Que la guarde bien escondida en lo más recóndito y secreto de su intimidad. Como los demás hacemos con nuestras más oscuras e inconfesables parafilias.

miércoles, 20 de enero de 2016

"Mono Sentado" tener pistola

Me sucedió hace algún tiempo. Media docena de amigos y amigas caminábamos en animosa charla por la Carrera de Santiago en dirección a Somera. Eran las diez de la noche y a alguien le tocaba pagar la segunda ronda. De pronto, al girar hacia Tendería, un coche con las luces apagadas se nos echó encima a demasiada velocidad. Susto, salto hacia atrás y exabrupto de mi boca: ¡cagüendios, que es peatonal! Frenazo en seco, tirón de freno de mano, las dos puertas delanteras abiertas de golpe. Era un coche patrulla de la Policía Municipal, sus ocupantes, dos agentes ya veteranos, se bajaron con las porras en la mano.

- ¿A ti qué te pasa? ¿tienes algo que decir? -vociferó el uniformado que ocupaba el puesto de copiloto mientras avanzaba hacia mí.
- Pues que esto es peatonal y casi nos atropellan -contesté sorprendido por la agresividad del tipo.
- ¿Peatonal, eh? dame la documentación, listo -se la entregué, sin rechistar y sin entender muy bien qué estaba pasando allí.
- Por cierto -continuó el airado guardia-, ¿no sabes que es peatonal, excepto para vehículos de emergencia?
- Ah, ya, ¿y se puede saber qué emergencia van a atender, que les sobra tiempo para tocarme a mí las narices?
- Pues igual vamos a recoger a tu madre, que a lo mejor se ha caido de la cama, listo -me espetó, acercando su cara a la mía.
- Oiga, si no le importa, deje de llamarme listo.
- Bueno, pues igual vamos a ayudar a tu madre, toonto -me soltó, remarcando muy bien lo de "toonto".
- Oiga yo no le he faltado al respeto, así que haga usted lo mismo y ya de paso, deje de tutearme -mi cabreo iba in crescendo.
- Yo no te he faltado al respeto -me replicó con sorna e insistiendo en el tuteo-, sólo te he dado la razón. Si no quieres que te llame listo será porque eres toonto -el otro sonreía divertido ante el ingenio de su compañero de armas.

En aquel momento salió en mi defensa una de las chicas que me acompañaban. Una chica menudita, tímida y dulce. Hubo que calmarla ante el riesgo de que les sacara los ojos a los dos munipas, a los refuerzos y a la División Acorazada Brunete entera si se hubiera presentado.

- Además -prosiguió el ingenioso-, ¿cómo pretendes que patrullemos?
- Emmm... pues siendo una zona peatonal, ¿andando, por ejemplo?
- ¡Mira el listo! ¿pretendes que trabajemos ocho horas de pie?

Estupefacto ante la respuesta, empezaron a desfilar por delante de mis ojos todas las profesiones que conozco en las que ocho son la cantidad mínima de horas que hay que pasar de pie en su desempeño, cobrando bastante menos que un policía municipal de Bilbao, por cierto. En ese instante, mi sensación de asco y desprecio superó por goleada a la de cabreo.

- Bueno, pues ahora tranquilito, que tenemos para rato -sentenció con cara de satisfacción.

El rato fueron tres cuartos de hora largos, hasta que decidieron devolverme la documentación y salir pitando a resolver la emergencia que les reclamaba. Mi madre estaba bien, por cierto.

No les pedí su número de identificación, porque uno se ha criado en el Bilbao de los ochenta y sabe bien que no es buena idea exigir números de placa a policías cabreados. Menos aún en recovecos oscuros de las calles de la Villa.

A mí me han dicho siempre que un policía es un trabajador como cualquier otro -nos lo repiten hasta la náusea, como sólo hay que repetir las cosas que no son verdad-, pero he podido comprobar en demasiadas ocasiones que las porras, las placas y las pistolas al cinto ejercen una extraña influencia en el comportamiento de sus portadores que nunca he observado con las llaves inglesas, los destornilladores, los bolígrafos, los ordenadores u otras herramientas. Habría que investigar esto.

Hace poco he vuelto a ver a aquel tipo. En las Siete Calles también. Allí estaba él, con su calva reluciente, sus ricitos relamidos con gomina en el cogote, sus gafas de sol, su escote abierto, sus mangas recogidas por encima de los codos y sus guantes de cuero negros. Sentado en el coche patrulla, por supuesto. Puede que crea que de esa guisa tiene aspecto de tipo duro. Alguien debería decirle que en realidad, de lo que tiene pinta es de falangista putero. No seré yo quien lo haga, que el personaje es muy aficionado a la conversación, tiende a enrollarse bastante y yo suelo andar con prisa.

lunes, 18 de enero de 2016

De leones, perros y borregos

Suelo beber agua en la Fuente del Perro. Por una mera cuestión práctica. Tiene una altura y caudal de agua adecuado a mi gusto personal, siempre que se pulsen al menos dos chorros a la vez. Si no, la presión es un poco excesiva.

Antes solía hacerlo en la del Portal de Zamudio, que tenía un surtidor continuo muy majo que alguna mente preclara decidió precintar, porque al parecer,  aquel ridículo chorrito amenazaba con esquilmar las reservas de agua de La Villa, siempre azotada por la pertinaz sequía, como todo el mundo sabe.

La cosa es que tanto va el cántaro a la fuente, que al final, el roce hace el cariño y al que te la toque, lo quieres rajar. Y un poco de eso está pasando, que me la han tocado.

Se ha extendido una rocambolesca explicación sobre por qué se llama "del Perro" la fuente en cuestión. Los guías no se cansan de relatar, banderita en ristre, la divertida anécdota a sus rebaños de turistas y hasta el Ayuntamiento puso una placa en la otra punta de la Calle del Perro ilustrando al personal con el presunto "susedido".

Cuentan estos ilustrados, que en el año de 1800, cuando se construyó la fuente, los bilbáinos y bilbáinas, al ver los tres chorros con sus tres cabezas de león, como jamás habían visto a tan exótica fiera, pensaron que eran perros y por ello la bautizaron como "La Fuente del Perro" y de rebote, la calle que la acoge tomó el mismo nombre. De lo que se deduce que los bilbáinos y bilbáinas de la época no sólo eran unos cretinos que no eran capaces de distiguir entre un león y un perro, sino que ni siquiera sabían contar hasta tres, ya que la llamaron "del perro" y no "de los perros".

Hay que ser muy majadero para no darse cuenta de que las gentes de Bilbao de la época, al igual que las de Burgos, Pontevedra, Burdeos, Murcia o Cartagena estaban hartos de ver, quizás no leones vivos, pero sí sus representaciones.

Tengamos en cuenta que el león lleva siendo utilizado en heráldica, como mínimo, desde la alta edad media y el propio escudo de Bizkaia se presentaba sostenido por un león hasta no hace demasiados años. Si a esto le sumamos el león que representa a San Marcos Evangelista, el que acompaña a San Mamés o el de Nemea, con el que Heracles se hizo una chupa, queda bastante claro que la historieta de la fuente hace aguas por todas partes. De lo de no saber contar, mejor ni hablamos.

La realidad es que en esa calle se alzaba por entonces una casa, a la puerta de la cual, su dueño decidió instalar un león de piedra a modo de poderoso guardián de su hacienda. La cosa es que no se sabe si, bien por lo mal esculpido que estaba o para mofarse de lo ostentoso del gesto, los bilbáinos y bilbáinas del momento empezaron a llamarlo "el perro" y así tomó el nombre la calle y después la fuente.

No estaría de más defender la memoria de aquellas personas tan irreverentes y mordaces que con tanta sorna se mofaron de aquel león y sobre todo, de su pretencioso dueño.Y ya de paso, dejar de humillarlas ante propios y extraños.

domingo, 17 de enero de 2016

Carolinas en vinagre

Recuerdo la fascinación que sentía por las carolinas cuando era niño. Allí se erigían ellas, voluptuosas, en los escaparates de las pastelerías de aquel Bilbao ochentero, tan fascinante también.

Mi señora madre, que siempre ha sido mujer prudente, dosificaba mi gula con mano de hierro y, si bien de vez en cuando me alegraba la tarde con un bollo de mantequilla, me vetaba sistemáticamente la ansiada carolina. Y es que, al contrario que el sobrio y recatado bollo de mantequilla, que se ofrece sumiso y tumbado al consumidor, la carolina se alza respingona, descarada y provocativa. Tiene algo de pecaminoso el pastelito de marras. Aunque sospecho que mi madre no me lo negaba por eso, sino, en primer lugar, porque me iba a poner hecho un cristo con semejante plasta de merengazo y en segundo, porque no le gustaban a ella.

Sigo sintiendo fascinación por este bibainísimo pastel, que a decir verdad, no me gusta demasiado, lo cual no es obstáculo para que siga degustándolo de vez en cuando, siempre esperando descubrir esa sensación mágica que esperaba de él cuando era niño. Nunca funciona. Pero sigo probando.

Empiezo así, azucarado, esta aventurilla como escribiente. Pero vendrá vinagre, que el vinagre conserva y hace guiñar el ojo, que es gesto de complicidad.